miércoles, 13 de enero de 2010

Un hombre sin piedad llegó a Casas Viejas


DIARIO DE JEREZ.
T. Ramos


“No te lo ordené. Lo de la ley de fugas era una manera de hablar. Es como si te digo que mates a esa niña. Tú, claro, no lo harías”, le dijo Menéndez a Rojas. “Sí lo haría”, respondió el capitán
En febrero de 1933, un mes después de la matanza de Casas Viejas, el capitán Manuel Rojas porfiaba con el director general de Seguridad, Arturo Menéndez, sobre si éste le había ordenado o no que aplicase la ley de fugas cuando en enero lo había enviado a Andalucía para reprimir una revuelta anarquista. Charlaban en el despacho de Menéndez, en la Puerta del Sol de Madrid. El escándalo ya había saltado. La prensa y la oposición al Gobierno que presidía Manuel Azaña ya habían desvelado que en Casas Viejas, la Guardia de Asalto al mando de Rojas, tras sofocar la rebelión, con el pueblo ya dominado, había detenido a doce vecinos, los había arrimado a una pared y, sin más, los había fusilado y rematado con un tiro en la cabeza.
El Gobierno sostenía aún la versión oficial sobre lo sucedido el 11 y el 12 de enero: que todos los fallecidos en Casas Viejas habían caído en tiroteos con los guardias. Que hubo una lucha en la que perecieron cerca de treinta personas, entre ellas dos guardias civiles y un guardia de asalto. Pero poco a poco la verdad se abría paso y ponía contra las cuerdas a un Gobierno que había negado la matanza y que ahora era acusado de haberla ordenado.
Era febrero, pues, y Rojas y Menéndez conversaban reservadamente sobre los sucesos de Casas Viejas. Rojas había firmado ya dos informes, entregados al Gobierno, en los que mentía sobre lo ocurrido. Ante el director general de Seguridad, que debía saber ya de los fusilamientos y buscaba la manera de que no le salpicasen a él ni al Gobierno, Rojas no es que lo contase todo y detallado, pero sí se empeñaba en dejar algo absolutamente claro: sostenía que en Casas Viejas había hecho, ni más ni menos, lo que él, Menéndez, le había ordenado: aplicar la ley de fugas.
Menéndez, agobiado, negaba. Nadie te ordenó eso, Manolo. No es así, lo que te dije es que dispararas sin duelo contra quienes os atacasen, que actuaras con energía…, insistía el director general de Seguridad ante el capitán. Claro que me lo ordenaste, Arturo: me dijiste que si hacía falta, aplicase la ley de fugas. Hice lo que me dijiste.
Menéndez no lograba convencer a su amigo y subordinado. Se veía metido en un lío de proporciones considerables. Él mismo le había asegurado a Azaña que lo de los fusilamientos era un mentira, que todo eso era una invención que usaban los radicales de Lerroux para derribar el Gobierno.
Entonces, en un último intento por hacer entrar en razón a Rojas, Menéndez se acercó a la ventana. Manolo, hay cosas que se dicen a veces que no deben ser tomadas a rajatabla. Si mencioné la ley de fugas, era una manera de hablar… Mira, ven. Le indicó la calle. ¿Ves aquella chiquilla? Es como si yo te digo ahora que bajes y la mates. Tú, claro está, no lo harías.
La respuesta de Rojas debió dejar helado a Menéndez.
Sí lo haría, contestó Rojas. Lo haría aunque fuese en contra de mi criterio y después daría cuenta de lo ejecutado y también de mi desacuerdo con la orden recibida.
Esa conversación, esa escena en el despacho de Menéndez se la refirió Rojas al juez instructor del caso Casas Viejas en una de sus declaraciones antes del juicio en el que compareció como acusado de asesinar a catorce personas. Como Rojas no dejó de mentir y de retorcer la verdad desde que partió de Benalup, con los cadáveres aún amontonados en la corraleta de la choza de Seisdedos, es muy posible que su versión sobre la charla esté convenientemente adaptada. Pero aún así, lo que importa de ella es el hecho de que Rojas fuese capaz de decirle a un juez, para exculparse de los fusilamientos, que mataría a una niña inocente si se lo ordenaban, que las órdenes estaban, en fin, por encima de la conciencia.
El capitán Rojas está ahí retratado. En esa anécdota que él mismo relató. Arturo Menéndez probablemente cayó en la cuenta en aquel momento de quién era Rojas, de que el hombre al que había enviado a apagar un incendio era un peligroso pirómano. Y de que nada iba a apartar a Rojas de pensar y decir que lo que hizo en Casas Viejas fue cumplir órdenes.
Así fue efectivamente. Rojas acabó siendo procesado y condenado y jamás dejó de apelar a las órdenes para justificar lo sucedido: nunca quiso asumir el papel de único culpable. Una campaña difamatoria (”quizá la más indecente que registre la historia del periodismo español”, como dijo El Sol en 1935) ayudó a Rojas a difuminar y borrar su protagonismo en Casas Viejas. El capitán Rojas había actuado en el pueblo gaditano siguiendo órdenes del Gobierno y esas órdenes habían salido de boca del propio Azaña con frase de pistolero, dijeron una y otra vez algunos periódicos pese a que sabían con certeza que eso era mentira.
A la campaña le dio alas Arturo Menéndez al organizar desde la Dirección General de Seguridad un torpe intento de tapar lo sucedido en Casas Viejas y dar a entender que Azaña y su Gobierno participaban en el ocultamiento. No era así. El propio Azaña llegó a llamar a su despacho Rojas, a quien no conocía, y le preguntó si era cierto que habían fusilado a vecinos de Casas Viejas. No es cierto, negó Rojas hasta tres veces. Fuimos duros, crueles, pero no fusilamos a nadie, le aseguró el capitán al jefe del Gobierno, que bien sabía ya que aquel hombre le estaba mintiendo y se preguntaba por qué no admitía lo ocurrido.
Esa entrevista se produjo el 1 de marzo de 1933. Azaña desconocía entonces que Rojas negaba porque pretendía que Menéndez lo respaldase: que dijese que él había cumplido órdenes.
Al poco, el 4 de marzo, Rojas declaró en Medina ante el juez especial que investigaba los Sucesos de Casas Viejas. Rojas confesó entonces los fusilamientos.
Rojas le dijo al juez que la mañana del 12 de enero, ordenó a sus hombres recorrer la aldea en busca de revolucionarios. Los guardias le llevaron varios detenidos y eso le contrarió, explicó, porque les había transmitido las órdenes que tenía: les había dicho que se los cargasen al arrestarlos. En vista de que no lo habían cumplido, ordenó a sus hombres que condujesen a los detenidos con la intención de aplicarles luego la ley de fugas a la salida de la población. Pero ocurrió que pasaron por delante de los restos de la choza de Seisdedos, donde permanecía aún el cadáver carbonizado del guardia de asalto al que habían matado los vecinos que se hicieron fuertes en la casa. Allí, los guardias comenzaron a decirles a los detenidos que se fijasen bien en lo que habían hecho con su compañero. Rojas dijo que él intervino también y les ordenó a los detenidos que se acercasen a ver los cadáveres que había en la choza. Entonces los detenidos, que iban atados unos a otros, entraron todos en la corraleta de la choza, contó Rojas, y uno de ellos, con gesto insolente, le dijo algo que no pudo percibir y luego lo miró irónicamente, como en tono de chanza. Rojas dijo que como llevaba la pistola en la mano, en un momento de arrebato por la mirada insolente que el detenido les había dirigido a él y a los demás guardias, disparó sobre ese hombre e inmediatamente sonó una descarga que dio en tierra con todos los detenidos. Quedaron dos con vida, matizó Rojas. Ante lo sucedido, y en atención a las órdenes recibidas, explicó, los tirotearon también y los mataron.
En ese momento, Rojas estaba muy enfadado con Menéndez y con el Gobierno. Con Menéndez, porque consideraba que lo había traicionado al no querer admitir que le había dado orden de aplicar la ley de fugas. Con el Gobierno, porque ya sabía que no iba a recibir su apoyo sino todo lo contrario. Por eso y porque estaba convencido de que no había cometido delito alguno, Rojas apenas ocultaba ni disfrazaba su papel en Casas Viejas cuando declaró esa primera vez ante el juez. No es que dijese toda la verdad pero se acercaba suficientemente a ella como para dejar ver que, tal como corroboraron al principio (y ya no después) algunos testigos, su comportamiento fue frío y dominante. Él mandaba, él decidía, él ejecutaba (Fernández Artal le dijo al juez instructor que le sorprendió la frialdad con que Rojas mandó la ejecución y disparó contra los detenidos).
Dos días después de hacerlo en el Juzgado, Rojas declaró en Cádiz ante los diputados de la comisión parlamentaria que investigaba los Sucesos. Esa segunda declaración es la que aparece en diferentes libros sobre los Sucesos. También ahí admitió los fusilamientos. Pero ya entonces comenzó a cuidar sus palabras, a maquillar los hechos, a decir lo que creía conveniente. Entonces, por ejemplo, le preguntaron si dio orden a sus hombres de disparar contra los detenidos y el capitán contestó: “Hay quien dice que la di, otros que no la di y yo no recuerdo”. La respuesta ponía una distancia importante con la imagen de autoridad personal que él mismo se había otorgado dos días antes. Chocaba frontalmente con lo que le había dicho al juez: que tras matar a los detenidos, todos los presentes lo felicitaron, le dijeron que así era cómo se acababa con aquellas cosas.
Rojas compareció después en varias ocasiones, entre marzo y abril de 1933, ante el juez instructor de la causa. Unas veces porque el juez lo llamó. Otras, porque él pidió declarar. Rojas permanecía encarcelado en el castillo de Santa Catalina, en la capital gaditana, en una soleada y amplia celda con vistas al mar. Lo que le fue diciendo al juez ayuda a comprender al personaje.
Rojas fue reconstruyendo su historia y modificando detalles. Pero nunca contó, por ejemplo, que tras matar a los detenidos, le entregó su mechero al teniente de Asalto Gregorio Fernández Artal y le ordenó que pegase fuego a toda la manzana de chozas y casas contiguas a la ya arrasada de Seisdedos. Esto es, que incendiase toda la parte alta del pueblo, donde vivían los campesinos, los más en chozas con tejado vegetal por las que correría el fuego sin obstáculo. Tampoco contó que cuando Artal le dijo que esas casas ya habían sido registradas y que en ellas sólo quedaban mujeres y niños, él insistió y reiteró la orden. Y no dijo, en fin, que Artal se negó, pidió al delegado del gobernador que mediase para evitar la masacre, que le ayudase a convencer a Rojas, y que sólo entonces el capitán desistió: cuando Fernando de Arrigunaga le advirtió del problema tan horroroso que supondría la pérdida de las mujeres y niños, de aquellas gentes, y de sus casas.
Rojas sí le contó un día al juez, por ejemplo, que en Casas Viejas, en las horas que transcurrieron entre el incendio de la choza de Seisdedos y su orden de practicar las detenciones, había estado meditando sobre la situación de aquel pueblo, sobre el estado de rebeldía en que se encontraba. Y que después de reflexionarlo mucho, creyó que la solución era cumplir fielmente la órdenes que le había comunicado Menéndez cuando salió de Madrid. Que ése fue el motivo que le determinó a efectuar aquellas detenciones y a fusilar a los detenidos en la forma que ya tenía dicho.
El teniente Fernández Artal le dijo al juez instructor que al amanecer, el capitán Rojas ordenó hacer una requisa en las casas de la parte alta del pueblo y detener a todos los que se encontrasen en ellas. Lo que Rojas no le indicó ni le ordenó a él en ningún momento, aseguró, fue que aplicase la ley de fugas a cada detenido en el momento de su detención. Si se lo hubiese ordenado, agregó, no lo hubiese hecho aun a cambio de perder su carrera. Los registros de las casas no fueron hechos con indicaciones de la Guardia Civil ni de nadie, aseguró Artal. Las patrullas, dijo, entraban en todas las que encontraban al paso. Entre los fusilados había hasta un vecino enfermo que él había puesto en libertad tras detenerlo. Un guardia del pueblo le había dicho que era un hombre honrado. Rojas se enfureció al saberlo y ordenó detenerlo de nuevo.
Rojas le dijo en cambio al juez que la Guardia Civil iba designando las casas de los más peligrosos y, sobre todo, las de quienes habían sido reconocidos en el ataque del día anterior al cuartel. No le cabía duda de que los detenidos habían participado en los sucesos, aseguró Rojas. Sobre todo, dijo, el individuo contra quien él disparó. Un guardia civil le había dicho que ese detenido era uno de los principales cabecillas revolucionarios.
Obsesionado con justificar lo que había hecho, Rojas también le explicó otro día al juez que la mañana del día 12 de enero había un verdadero peligro y no sólo para la fuerza que él mandaba, sino también para los vecinos de Casas Viejas e incluso para los de otros pueblos de la comarca. En esa situación, razonó, si él no hubiese hecho un rápido y ejemplar escarmiento, creyó entonces y seguía creyendo ahora que, en un probable envalentonamiento, los revoltosos hubiesen podido copar a toda la fuerza, saquear el pueblo y poner en peligro no sólo al Gobierno sino a la misma República, que la rebelión se hubiese extendido a toda Andalucía, atenta a lo que ocurría en Casas Viejas. Él temió, dijo, que si la revuelta no era sofocada en sus comienzos con energía, se hubiese propagado y luego, por mucha fuerza que hubiese mandado el Gobierno, no habría sido eficaz.
En algunas comparecencias, Rojas arrinconó el argumento de la órdenes recibidas de tal manera que se hacía casi imposible entonces suponer que un año después iban a convertirse en centro del juicio sobre la matanza. El propio Rojas asumía el mando, argumentaba su decisión de matar a los detenidos, la defendía como una idea suya y genial que había salvado a la República de un movimiento revolucionario que se hubiese extendido sin remedio. Rojas no necesitaba órdenes, era un gran estratega: llegó a Casas Viejas, vio, actuó, dio el rápido y ejemplar escarmiento que hacía falta, y venció.
Meses después, el abogado Eduardo Pardo Reina se hizo cargo de su defensa y Rojas supo que había estado metiendo la pata con sus sucesivas declaraciones ante el juez. Pardo Reina debió echarse las manos a la cabeza cuando las leyó. Luego debió explicarle a Rojas que tenía que olvidarse totalmente de que él había disparado contra alguno de los detenidos en la corraleta y también de que no recordaba si había dado o no orden de disparar a sus hombres: lo que tenía que recordar perfectamente es que no dio esa orden y que él sí disparó su pistola, pero al aire. También debió explicarle Pardo Reina a Rojas que uno de los detenidos le había amenazado o agredido, no mirado de modo insolente; que no hubo gesto de burla sino amenaza, debió recalcarle el letrado. Pardo Reina debió convencer, en fin, a Rojas de que quienes dispararon contra los detenidos fueron sus hombres, los guardias de asalto, cuando lo vieron a él en peligro, que todo fue accidental, que hasta tuvo que agacharse para que no le alcanzasen las balas porque él estaba junto a los detenidos. El abogado debió aclararle a Rojas que en absoluto había tenido intención alguna de aplicar la ley de fugas en Casas Viejas ni había conversado con el delegado del gobernador sobre dónde era mejor matar a los detenidos. También debió explicarle que pese a todo eso, tenía que mantener que Menéndez le dio orden de aplicar la ley de fugas, de disparar a diestro y siniestro y no dejar heridos ni prisioneros. También, era muy importante, de matar a mujeres y niños.
En mayo de 1934, ante el tribunal que lo juzgó, Rojas ya no admitía que él hubiese fusilado a nadie ni que hubiese aplicado la ley de fugas. Sólo mantenía, eso sí, que se lo habían ordenado.
Sus hombres, explicó, habían disparado contra los campesinos sin que él lo ordenase, de forma imprevista, cuando uno de los detenidos se le echó encima. Toda una película que nadie sensato podía creer. Ni recordaba ya que él mismo había relatado que tras los primeros disparos, dos de los detenidos se habían quedado fuera de la corraleta, con vida, y que también los mataron.
Rojas albergaba para entonces una nueva narración de hechos en su cerebro. Y nada ni nadie iban a obligarle a modificar ni una coma de esa nueva verdad. A lo realmente sucedido y a su propia versión primera, Rojas les había echado encima más paladas de tierra que las que sepultaban a todas las víctimas de Casas Viejas.

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